Resulta que, una vez en la vida, ocurre. Eres capaz de cerrar los ojos y sumergirte en un mundo donde hay pasadizos secretos que solo tu conoces, hacia unas escaleras de caracol que solamente suben, nunca bajan. Y así, llegas a un jardín radiante con olor a césped recién cortado donde, si caminas hacia los límites, ves que estás sobre un inmenso Castillo suspendido en el aire.

«Pedazo de trasto -te dices- ya lo has hecho otra vez».

«Pedazo de trasto» -te repites-, porque no es la primera vez- mientras miras lo alto de cojones que está del suelo… Y guardas la esperanza -porque nunca la pierdes- de no pegártela esta vez.

Es ese sentimiento inclasificable que le ve llegar, atravesando el umbral de tu vida por tus ojos, como si no hubieran paredes, ni puertas, ni cadenas que pudieran impedir ya su entrada en tu mundo. Ese mundo que has construido para compartir y ser feliz a tu manera, como tu nada más lo entiendes. Y ya no hay nada que detenga tus ganas de tenerle, de poseerle. Ya no hay vuelta atrás. A partir de ese momento, cualquier gesto o movimiento que haga este nuevo SER que se ha colado en lo más hondo de tus entrañas, por simple que sea, tendrá la facultad de sacudirte como a los olivos cuando van a recolectarles las aceitunas, de desnudarte sin ni siquiera tocarte un milímetro de tu piel. Y mientras sigas pensándole, mirarás de reojo a ese olivo con preocupación, porque a penas quedará ya una sola aceituna entre las ramas cuando quieras darte cuenta. Porque resulta que, aún no le tienes y le extrañas, como se extrañan las noches sin luna. Qué locura. Y qué maravilla al mismo tiempo. No hay nada más profundo, más auténtico, que deje más huella y que sea más delicioso, delicado y tierno para sentir en este universo.

Entonces, todo se transforma, y se anuncia a gritos dentro de ti como si hiciera falta que cada rincón de tu alma lo supiera por un tercero, como si cada célula de tu cuerpo no lo sintiera ya bombeando por todo el sistema circulatorio desde el primer momento en que se te cruzó en tu camino. Lo negro se torna gris, hasta que, poco a poco,  los días se van llenando de luces y colores. Las noches se saborean –in vino veritas– en copas de Riesling, afrutadas y florales del valle del Rin. Y no hay tiempo para deambular por bosques oscuros ni para guerras que no te aportan nada. Ahora, la única guerra que conoces está entre tus sábanas. A todas las horas posibles.