EL DERECHO DEL TRABAJO

El Derecho del trabajo surge como respuesta a <<la lucha del hombre por la libertad, la dignidad personal y social y por la conquista de un mí­nimo de bienestar, que a la vez que dignifique la vida de la persona humana, facilite y fomente el desarrollo de la razón y de la conciencia>>. De esta manera lo definió Mario de la Cueva en la Sí­ntesis del Derecho del Trabajo.

Pero hablamos de lucha…, y me gusta recordar que para disfrutar de los derechos que tenemos hoy en dí­a (por pocos que aún nos parezcan), muchas personas ofrecieron sus vidas y murieron por conseguirlos.

El trabajo produce historia, y al mismo tiempo es un producto de la historia social, económica y política, por cuanto son elementos, el trabajo y las relaciones laborales forjadas sobre él, centrales de toda estructura social. En este sentido, el ser humano no ha dejado de interactuar con su entorno, transformándolo mediante el trabajo, por el que además se transforma a sí mismo como individuo y como ser social. De ahí que el trabajo haya llegado a convertirse en una de las formas más importantes de relación social y de autoafirmación personal.

Burgueses y proletarios, socialistas y liberales, protestantes y católicos, machistas y feministas…, convinieron hasta hoy considerar el trabajo como una coordenada principal de la moral, el derecho, la política, la cultura y el humanismo. No obstante, no siempre ha sido así.

En tiempo clásico, ciudadanía y libertad eran ámbitos opuestos al del trabajo, por lo que este no constituiría el eje de ninguna relación social (Méda, 1998). En esta época, como había sucedido en milenios, fue la esclavitud la «relación de trabajo» dominante. La negatividad de esta realidad, que se refleja en su origen etimológico –procede de la palabra tripalium, esto es, potro de tortura–, aparece igualmente en la Edad Media, tiempo en que la servidumbre es la forma de relación social de trabajo predominante. Solo al final de esta etapa, en las sociedades occidentales, el trabajo avanzará en la escala social, pero sin ser visto positivamente en todo su ámbito, sino adoptando su singular ambivalencia, que ya lo va a acompañar hasta nuestros días.

En suma, las diversas tradiciones culturales legadas por la Alta Edad Media oscilan entre el desprecio y la valoración del trabajo. En líneas generales, durante el tiempo de la sociedad medieval, se fue evolucionando desde una concepción absolutamente negativa hacia otra más matizada que, en torno al siglo XII, permitiría que la concepción del «trabajo penitencia» comenzara a ceder el paso a la idea del «trabajo salvación», anticipando el punto de inflexión que se produciría tres siglos más tarde con el Renacimiento y la Reforma protestante de Lutero. En todo caso, la estratificación social de la época llevará a situar al orden de los trabajadores en el nivel más bajo dentro de la escala del prestigio social, dominando el de los guerreros y los clérigos. El descrédito está en el carácter dependiente, servil, de esta actividad, pues responde a la necesidad de ganarse la vida a través de ella, sin poder dedicarse a las tareas más nobles –la guerra y la reflexión religiosa: vida contemplativa–. Estas representaciones contradictorias hicieron posible un cambio en la valoración del trabajo que no significó tanto un reconocimiento de sus bondades cuanto una aceptación de su necesidad, es un mal necesario: no cabe más remedio que hacerlo para vivir, pero solo en la medida de lo necesario, evitando en lo posible dar más de lo debido.

Como luego se indicará, será Max WeberLa ética protestante y el espíritu del capitalismo– quien proporcione la explicación más conocida del proceso a través del cual el trabajo se convierte no solo en un valor positivo, sino también central en la vida del individuo. El origen de este proceso se situaría en la reforma luterana de las primeras décadas del siglo XVI, en el desarrollo posterior del puritanismo y en las consecuencias prácticas de la ética calvinista. El resultado fue la convicción de que el trabajo era el mejor modo de servir a Dios, pero no de cualquier forma, sino de manera racional, de forma meticulosa y sin desperdiciar ningún tipo de recurso. Los frutos del trabajo no se podían consumir en lujos o placeres, pues todo eso pertenecía al reino del pecado. Antes que disfrutar de los beneficios, era más apropiado reinvertirlos.

Esta es la razón –según Weber– de que el capitalismo surgiera y arraigara en las zonas de Europa donde más se difundió esa reforma y que prendiera menos en otras con tradición diferente, como España, que habría dado lugar a la llamada «excepción española». Aquí, entre nosotros, incluso la mendicidad, practicada por una muy amplia clase de «nobles pobres», refugiados a menudo en la Iglesia para poder vivir sin perder la honra, llegó a estar mejor valorada socialmente que el trabajo vil, propio de judíos, moros o moriscos. La mentalidad hidalga predominante hará que la actividad laboral se infravalore, y que se prefiera vivir de las importaciones y de la actividad comercial de otros –Holanda, Inglaterra, Francia, etc.–.

De este modo, en la época moderna, el trabajo irrumpe en el campo de lo económico. Será objeto de análisis por todas las escuelas de pensamiento económico desde entonces, tanto las que hacen apología y bandera del capitalismo –Ricardo, Smith, Malthus–, como de sus críticos –Marx–, así como de los reformistas –Keynes–. Todos comparten el ideal moderno de continua racionalidad y de progreso social, y sitúan al trabajo en el centro de esos procesos. La Teoría Sociológica y la Normativa tratarán de responder al predominio de la Teoría Económica Neoclásica de las Relaciones Laborales.

Pero el siglo XIX es también, y consecuentemente, el siglo en que el nuevo proletariado industrial comienza a organizarse en sindicatos y otras estructuras asociativas que buscan introducir nuevos elementos de respetabilidad social para este grupo. Nacen también, pues, un conjunto de ideologías obreras que buscan la emancipación de la clase social mayoritaria, pero no sobre la base de despreciar el trabajo, sino por dignificarlo, por llevar el orgullo del trabajo bien hecho.

La gran transformación llega con construcción social de la forma mercantil de trabajo dominante en la modernidad.

Los estudios sobre valores del tiempo contemporáneo ponen de relieve que:

  • El «trabajo», pese a su ambivalencia, constituye un valor de primer orden.
  • La «profesión» es su más característica señal de identidad.
  • El «empleo» –forma mercantil– se convierte en el factor aglutinante de sus más significativos valores, actitudes y opciones vitales.

De este modo, solo en época moderna el trabajo asciende un peldaño definitivo en la escala de valoración social positiva. Con la Ilustración nace una ética secularizada del trabajo que se vincula a la posibilidad de alcanzar el bienestar en este mundo. Por vez primera puede hablarse de una «Sociedad del Trabajo», porque la vida pasa básicamente por la «actividad laboral». El nuevo punto de inflexión en las concepciones del trabajo se sitúa en el periodo que va desde el siglo XVII hasta el inicio del XIX. El Siglo de las Luces marcará el tránsito desde las ambiguas formulaciones medievales hasta las paradojas y contradicciones modernas (F. Díez, 2001). 
El primer gran cambio fue, pues, la configuración del trabajo asalariado en la forma de actividad socioeconómica por excelencia, desplazándose la condición salarial de la persona al centro mismo de la vida económica y social. Para ello hubo que organizar –regular– un mercado de trabajo «libre», aboliendo las antiguas regulaciones gremiales que ligaban a la población rural a la tierra y a sus propietarios, para dar la máxima autonomía en la fijación de las condiciones de la prestación de actividad a quien emplea mano de obra. El mercado de trabajo no es una creación de la era industrial, como se cree, pues ya desde el siglo XIII hay documentadas experiencias en Francia. Los historiadores del trabajo saben muy bien que el proceso que comienza en el trabajo autónomo realizado en la unidad familiar y acaba en el trabajo asalariado realizado en un espacio específico –la fábrica, la empresa–, no solo es más precoz de lo que suele entenderse, sino que ha sido lentísimo, conociendo etapas intermedias.

El pensamiento económico ilustrado, racionalista y liberal, convirtió inicialmente al trabajo no solo en el principal título de propiedad, sino en la única fuente legítima de la riqueza: el producto neto que incorpora esa mercancía, esto es, la diferencia entre el valor en el mercado y el coste de fabricación, significa un aumento de riqueza que solo el trabajo puede generar. Más adelante, con el auge de la Revolución Industrial y la Revolución Burguesa, el trabajo pasará a ser el principal factor de producción: si una sociedad quiere ser más rica, ha de tener una conformación laboral adecuada a tal imperativo. Nace una teoría de la sociedad ocupada o laboriosa.

Va quedando atrás, pues, la idea típica de una economía de subsistencia –por cierto, en épocas de crisis, como la actual, reaparecen, marginalmente, mecanismos de esta–, en la cual lo que se produce debe destinarse al consumo directo, sin margen para el crecimiento económico. Esta transición desde la «sociedad estamental» a la «sociedad industrial» legitimará la separación entre riqueza y trabajo. La sociedad burguesa será una sociedad en la que el trabajo y las profesiones regulen la distribución de la riqueza. A partir de ahora, se convertirá en un auténtico «deber social», además de «ético». El «ideal nobiliario» será desplazado por el ideal burgués, encarnado en el ideal del «buen empresario».

En segundo lugar, el paso de la «sociedad tradicional» a la «sociedad moderna» puede ser explicado también en clave de autonomía creciente del individuo, al ver cómo se rompen los vínculos feudales. Si esta ruptura abre otros espacios, al mismo tiempo los necesita, porque aísla más al individuo, será necesario encontrar otros puntos de referencia que den sentido a la vida. El trabajo, que ocupará cada vez más tiempo de la vida, se convertirá así en una fuente principal de identidad, por tanto no ya solo de renta. Una vez eliminadas las instituciones que protegían al individuo en las sociedades precapitalistas –la familia, la ciudad, la tribu, el gremio–, el trabajo cobrará cada vez más importancia como medio para relacionarse socialmente y promocionarse profesionalmente, así como la provisión –procura– del Estado.

En síntesis, el ámbito de la economía es gobernado por el principio de la eficiencia, el de la cultura, por el no menos importante de la autogratificación. Como es natural, la historia nunca se frena, y ahora vivimos un tiempo que también somete a la cultura a un intenso proceso de industrialización, por tanto, su gozo se sujeta estrictamente a las leyes de mercado, ignorando que se trata también de un derecho social. En los años 60 del siglo pasado, en todo caso, frente a la ética protestante se promueve con ardor, hoy virado 180 grados, un «modo hedonista» de vida, sintetizado en el espíritu de gozo del carpe diem (D. Bell, 1976): todo deseo debe ser satisfecho de modo inmediato, no debe frustrarse ninguno. El problema es que también se pone en crisis el llamado «consumo ilustrado» e incluso «hedonista», de modo que ahora nos domina el consumo patológico, el consumo por el consumo. También esta actividad, por tanto, será privada de sentido para la mayoría: «… nuestra ansia de consumo ha perdido toda relación con las necesidades reales del hombre».

Hoy más que nunca se busca la «colaboración leal» de los trabajadores –y sus sujetos representativos– en los objetivos de la empresa. Pero esta cooperación exige garantizar adecuados empleos y condiciones de trabajo, y conceder participación real a los trabajadores. La realidad es otra. Como ilustra plenamente la actual crisis –y formaliza la reforma laboral de 2012–, ha venido cambiando la correlación de fuerzas entre capital y trabajo a partir de los años setenta, dando lugar a una «socialización a la inversa»: si el Estado de Bienestar desplazó recursos desde el capital al trabajo, ahora, el reparto social estatal tendría un sentido inverso, desde el trabajo –desde la sociedad en general– al capital, aun siendo este, en su forma especulativa financiera, la causa de las crisis. No por casualidad las relaciones laborales se gobiernan cada vez más como si de la moneda se tratara, con una estricta adherencia a la lógica-poder de los mercados financieros: es decir, libertad de decisión a los empleadores para la fijación de condiciones de trabajo conforme al «grado de devaluación» que precise su obligado ajuste continuo a los requerimientos de los mercados, a fin de ser competitivos.

El resultado es el incremento de la complejidad, es decir, de la diversidad y de la incertidumbre –de ahí el paso de una «sociedad de la seguridad» a otra «sociedad del riesgo de mercado total»

La actual crisis exigirá repensar también su propio planteamiento, cuando la sociedad del trabajo pasa a ser cada vez más la «sociedad del precariado» y el Estado de Bienestar se convierte en un «Estado-mercado total», preocupado casi monopolísticamente por la garantía de la competitividad-productividad y por el equilibrio presupuestario.

En suma, si el desempleo creciente y la «precariedad» laboral ponen en cuestión la función básica del trabajo moderno de construcción de identidades de ciudadanía, tampoco el trabajo –tiempo de dedicación y esfuerzo– asume la mejor consideración, sino más bien el conocimiento y lo que se obtiene por él: es más reconocido quien más gana con menos dedicación, quien cuenta con el dinero suficiente para vivir con calidad y además tiene «tiempo disponible». Consecuentemente, no es ya que el empleo de buena parte de la población sea de «mala calidad», sino que la «calidad de vida» no pasa tanto por «la calidad del empleo», se centra más bien en la disponibilidad de tiempo de vida y en la renta que el trabajo te proporciona para disfrutar de los bienes de la actual sociedad de consumo, esto es, el disfrute del «derecho social al ocio».

¿Ha cambiado esta percepción la crisis actual? La crisis ha multiplicado la ansiedad respecto al desempleo hasta el punto de que la preocupación por el paro ocupa un lugar central. Aunque las contradicciones son evidentes, pues conviven diferentes maneras de percibir la situación, queda claro que es la «experiencia del desempleo», dramática, la que inquieta, pero eso no lleva a revalorizar el trabajo como el elemento más determinante del concepto moderno, incluso constitucionalmente reconocido, de «calidad de vida». Como se dice de la luna, junto a la «cara visible» del trabajo, y la necesidad de seguir garantizando que se desarrolle con derechos, hay que atender también a la «cara oculta» del mundo laboral. En todo caso, una idea debe quedar siempre clara: el futuro no está escrito en las estrellas, no existe un fatalismo que nos lleva por rumbos inexorables, depende siempre de decisiones institucionales.

Una viñeta de Romeo, publicada en El País el 5 de mayo de 2000, es ilustrativa de la contradicción: «Mi abuelo se jubiló a los 65 años, a mi padre lo prejubilaron a los cincuenta y dos y yo, como no espabile, ya seré demasiado viejo para mi primer empleo.»